La escritura tiene su propio mundo, a veces muy diferente de la oralidad. Por eso acá me interesa explicar en un registro más coloquial muchas cosas que dije en el libro o que por varias razones quedaron afuera. Decidimos no poner ningún tipo de biografía pero quisiera contar un poco de dónde viene tanta ensalada conceptual. Siempre hubo mucha música en mi casa. Por eso cuando terminé el secundario me metí en el conservatorio. Ya conocía los géneros "populares" así que el mundo de la música "clásica" me intrigaba mucho. Tuve la suerte de tener un docente muy bueno de audioperceptiva y formación musical, con el que también hice armonía y formé parte de un coro de música contemporánea. Sin embargo, con el instrumento siempre vacilé. Primero piano, después violoncelo, no había caso, siempre me ponía a tocar cualquier cosa menos lo que tenía que estudiar. No me parece una virtud, para nada, simplemente es lo que me pasó. Siempre toqué con amigos y me divertía más agarrar la guitarra y sacar temas, improvisar, componer. Las materias de lenguaje, sin embargo, me apasionaban. Aunque ya tenía cierto entrenamiento, cuando la atención se afina y se estructura es impresionante todo lo que se puede avanzar y aprender. Al segundo año nos parecía increíble poder transcribir dictados melódicos a dos voces o reconocer modos, acordes y progresiones rápidamente. Nuestro profesor, que solfeaba acompañándose en el piano con invensiones de Bach, nos recordaba que había empezado a estudiar música de grande, que nadie en su familia había sido músico y que a Stravinsky lo habían rechazado en el Conservatorio de Moscú. Estas cosas son importantes tenerlas en cuenta y nos alentaba mucho saberlas. Es tiempo, no magia. Igual que con las máquinas. Por otra parte, también desde chico me enamoré de las computadoras. A los diez años o menos tuve mi primera Commodore 64. No hace cien años de eso pero entonces la informática era algo casi exclusivamente de ciencia ficción en el imaginario común. De hecho, me acuerdo que cuando me dijeron que teníamos una computadora no tenía idea de para qué se usaba ni de cómo podía ser físicamente (la primera referencia en la que pensé fue la baticomputadora de la serie de Adam West). Algo de ese sentimiento me acompaña y me motiva todavía. Al no saber lo que era, la computadora podía ser cualquier cosa. En cuanto empecé a usarla quedé fascinado. Me encantaban los videojuegos, sí, aunque eso ya lo conocía porque mi tío nos había prestado una Atari 2600 hacía varios (sigue siendo mi consola preferida). Pero con la computadora podía programar cosas yo, programar era lo que más me gustaba hacer con la compu. No era nada espectacular, hacía las mismas "pavadas" que todo el mundo, como cambiar los colores y leer sobre sprites, memoria y otras cosas que todavía no llegaba a implementar. También me quedaba hipnotizado mirando y escuchando las intros de los que crackeaban los videojuegos, por lo general esa experiencia me impactaba muchísimo más que el juego en sí. Mucho tiempo después aprendí que todo eso tenía un nombre y que había todo un movimiento cultural atrás. Cuando escuchaba el sonido del SID (el chip de sonido de la C64) reconocía algo similar a los sintetizadores de las bandas de rock sinfónico que sonaban en mi casa y siempre me habían interesado. Me daba cuenta que por su funcionamiento insertaban una manera de componer y ejecutar muy novedosa, una manera distinta de pensar y hacer música. Pero también había algo especial en el timbre y los recursos que usaban las composiciones del SID, no era exactamente lo mismo. ¿Qué había detrás de todo eso? Algunos sonidos eran absolutamente nuevos para mí y todavía me conmueven absolutamente. Hay que darles el valor que merecen a estas cosas, no son géneros nostálgicos, ni pasados, ni subsidiarios de otras cosas como videojuegos o estilos "funcionales" de algún tipo. Tienen un valor intrínseco, un lenguaje propio, una historia, etc. Hacer música en 8 bits, por ejemplo, ya es una elección estética, no es algo anecdótico. Nadie se extraña de escuchar a una persona cantando con una guitarra pelada pero si lo que suena es una onda cuadrada aparecen todo tipo de aclaraciones o advertencias. Una vez estábamos probando sonido para un concierto de live-coding y el sonidista nos dijo más o menos que éramos "poco profesionales" porque queríamos salir por el miniplug de nuestras notebooks. Son estas cosas las que confunden. Hay concepciones de la producción musical que terminan estandarizando todo, que terminan siendo agentes de la peor ideología de la industria cultural, hay que reincorporar la reflexión material sobre el arte entre tanta optimización técnica de reproductibilidad. No sería una exageración pensar que ese sonidista podría haberle dicho a Hendrix que "sonaba mal" porque su equipo estaba saturando. Por esos caminos evoluciona la complacencia, la neutralización del arte. No se trata ya de atonalismos disruptivos sino de estandarizaciones de software y hardware. "Para grabar hay que usar tal cosa, para componer hay que usar tal otra, la forma de onda tiene que ser así o asá". La melodía más sencilla y pegadiza hoy es terrorista si no sale de una computadora cara o no tiene miles de efectos y otros procesos. Por favor no me malinterpreten, esto no quiere decir que está todo mal, que tener ganas de escuchar o hacer algo que utilice los recursos disponibles sino el lugar que le damos culturalmente a eso y cómo resulta fácil reconocer innovaciones y estilos cuando de alguna manera ya se volvieron canónicos y se pasteurizaron. El sonido crudo de un chip es más pesado, oscuro y minimalista que cualquier banda de metal recontra producida hasta el último detalle o tecno ejecutado con una parafernalia modular incosteable. Lo curioso es que, al mismo tiempo, estos sonidos son muy inteligibles hace décadas así que tenemos que preguntarnos por los prejuicios que siguen colocándolos en un lugar apartado, como si no pudieran ocupar la misma categoría que los timbres más comerciales, como si no fueran tan "serios" o "profesionales". Después de este excuso abrupto tendría que terminar de contar un poco más mi recorrido. Cuando llegaron las PCs, las IBM compatibles, me frustró no poder programar tan sencillamente sonidos y colores como en los sistemas anteriores. Me puse entonces a jugar con scripts, "procesos por lotes", programando antivirus poco fiables, conversores de texto a voz usando archivos wav y otro sinfín de extravagantes utilidades. Eso sí, mis videojuegos habían mejorado, pasaba mucho tiempo leyendo la ayuda integrada de QBASIC y componiendo en trackers con 4 canales. Lo que me expulsó por mucho tiempo de la programación fueron las interfaces gráficas. Cuando las computadoras ya booteaban directamente en Windows 95 sentí que ese mundo ya no tenía sentido, fue una tristeza muy grande y perdí muchísimo interés por aprender. Usaba trackers más avanzados, aprendía síntesis con Fruity Loops y hacía experimentos modulares con Jeskola Buzz, perdía la noción del tiempo con esas cosas pero ya había renunciado a "lo demás". Volví a entusiasmarme de verdad y reconsiderar la programación con Pure Data. El resto se lo debo a mi hermano que trajo Linux a mi vida y me explicó algo tan sencillo como que quizás había gente que quería aprender estas cosas. Cuando abandoné la confortabilidad de mi cuarto para tocar en vivo con mis parches de PD, sucedía que no me sentía cómodo con ningún setup y permanentemente cambiaba todo el código antes o durante cualquier presentación. Finalmente, empezar a programar en vivo fue una resolución práctica de sinceramiento conmigo mismo (ya que era lo que estaba haciendo de todos modos) pero también de sinceramiento con lo que me gustaba, fue como sacarme un peso de encima. Parece lógico a la distancia, es fácil decir "che, era esto" cuando ya pasó, pero en el arte a veces es lo más común vivir forzándolo todo, a veces es inconsciente, otras veces es defensivo porque no nos terminamos de gustar, otras veces es impostura porque no tenemos nada interesante que decir pero queremos parecer interesantes, hay cosas que solamente se acomodan en la vivencia, que cobran sentido después de un camino muy difícil y de trabajo permanente entre la objetividad y la subjetividad, eso es un poco la dialéctica. Otro capítulo aparte debería dedicarle al bytebeat, mi amor actual, donde todo hace, literalmente, full circle. Pero ya hay un capítulo sobre bytebeat en el libro. Lo más valioso que me queda de todo esto es que, únicamente después de buscar, sufrir y fracasar, no porque sea un imperativo romántico sino una condición dimensional de la vida, cuando toco me siento libre y feliz. Por eso, para buscarme más dramas, resuelto este detalle me embarqué en la escritura del libro. Lo último que podría aclarar es que, paralelamente, fui aterrizando en la filosofía. En la primaria tenía una maestra bibliotecaria a la que le decía insolentemente que me aburría leer. Ella, que era una excelente docente y eventualmente también una excelente amiga, me decía "lo que pasa es que todavía no encontraste un género que te guste". Tenía toda la razón, a la letra se entra por la puerta. Así que un día encontré a Bradbury, a Asimov, a Scott Card, a René Barjavel, me moví unos centímetros y estaba Borges, y así un día llegó Homero y Platón y Kant y Macedonio, etc. Durante muchísimo tiempo hice todas estas cosas sin necesidad ni urgencia de cruzarlas entre sí pero no sin experimentar cierta turbulencia de la que finalmente me hice cargo y me puse a escribir. Una vez, en relación con la polémica por la denominación "IDM", le preguntaron a Richard D. James qué estilo de música hacía. Él respondió "la que quiero escuchar". Me hace acordar también a Spinetta cuando dice "él debe ser la música que nunca hiciste". No sé si estará tan bueno, si acaso es una gran cosa, pero escribí el libro que no existía y yo quería leer.